jueves, 29 de diciembre de 2011

Capítulo 17

                                                      17
                                             ¡RETIRADA!



El portón de la residencia no había aguantado más que unos minutos, y los robots también habían logrado entrar allí con facilidad. Enseguida habían ocupado el primer piso, mientras que los muchachos se habían atrincherado en el segundo junto con los señores Ishiyama y el padre de Ulrich, Walter.
—Voy a bajar por las escaleras... —susurró Yumi nientras abrazaba a su madre, tratando de infundirse valor— para hacer un reconocimiento.
Nadie trató de detenerla: estaban todos demasiado asustados. Los estudiantes del Kadic, dispersos por aquí y por allá a lo largo del pasillo, la observaron fijamente con los ojos hinchados de sueño, pálidos como fantasmas.
«No están preparados —pensó Yumi—. Nunca han estado en Lyoko, y nunca se han enfrentado a
XAN.A. No puedo contar más que conmigo misma».

La muchacha se caló hasta las cejas la capucha negra de su sudadera favorita y dobló la esquina. Acto seguido dio unos pocos pasos pegada a la barandilla de las escaleras y miró hacia abajo.
Un robot estaba avanzando por el pasillo con paso firme. Al observarlo a plena luz, Yumi se percató de un detalle que hasta entonces se le había escapado: en la placa pectoral izquierda había un símbolo, que recordaba vagamente un ojo estilizado, hecho de círculos y rayitas. Yumi lo conocía demasiado bien. ¡Eso era el ojo de XANA! ¡Los robots eran criaturas de Lyoko!
El autómata llegó hasta el primer peldaño de las escaleras, y luego se dio media vuelta y empezó a recorrer el pasillo en dirección opuesta, como un militar de ronda.
Yumi notó que ahora su armadura parecía más delgada, casi transparente. Conseguía entrever el reflejo de las luces de los tubos fluorescentes a través del coloso, como si se hubiese transformado en un fantasma translúcido.
El robot se paró de golpe en medio del pasillo, y su extraña cabeza llena de luces amarillas comenzó a dar vueltas sobre sí misma, en busca de algo. Al notar una toma de corriente que había casi al nivel del suelo, el gigante se acercó, y sus cabellos se alargaron
hasta sus pies. En cuanto uno de los enchufes que tenían en las puntas llegó a la altura de la toma, se enchufó en ella. Una descarga eléctrica amarillenta recorrió el robot, que de inmediato empezó a parecer más sólido.
Yumi sonrió. De modo que aquellos monstruos tenían un punto débil... Necesitaban electricidad. Y ella sabía dónde se encontraba el cuadro de luces general de la escuela: en los sótanos del edificio de administración. Tenía que avisar a Odd y a Richard.
Una mano de acero atravesó la puerta del despacho de la profesora Hertz. La mano vaciló un instante, y luego se dobló hacia atrás, alcanzó la manija y trató de girarla. Cerrada.
—Uyuyuy... —murmuró Odd—. Estamos perdidos.
En la habitación estaban solos Richard y él. Su padre y la profesora ya se habían refugiado en las aulas de ciencias. Pero el muchacho había insistido en pasar por el despacho. Quería poner a salvo el expediente con el Código Down.
Mientras apretaba contra su pecho la carpeta rebosante de papeles, Odd empezó a sospechar que, al fin y al cabo, no había sido una gran idea.
—¿Qué tal vamos de bombas? —preguntó.
—Sólo nos queda una de humo —murmuró Richard tras hurgar rápidamente en el bolsón que tenía a sus pies.
—Sácala y prepárate.
Ya que no resultaba posible abrir la puerta por las buenas, el robot decidió usar métodos más expeditivos. Un hombro acorazado se abalanzó contra el bastidor, haciendo saltar algunos trozos del revoque de la pared. Al segundo empellón la puerta salió disparada hacia el interior del despacho, aterrizando con estruendo sobre el caos de revistas y cachivaches científicos.
Tres robots se agolparon en el umbral. Estaban tan cerca que Odd podía contarles las tuercas. El muchacho le ordenó a Richard que abriese fuego y saltó como un resorte contra sus adversarios.
El aire se llenó de un humo denso que hizo toser a Odd mientras apretaba bien fuerte el expediente y bajaba la cabeza. Pero terminó por chocar contra algo que hizo un sordo dong.
Uno de los robots lo agarró por el cuello, le arrancó el expediente de las manos y arrojó a Odd contra la pared del pasillo.
El muchacho cayó al suelo ya sin aliento. Vio cómo Richard salía del despacho gateando bajo las piernas de un robot el doble de alto que él.
—¡Huyamos de aquí, venga! —dijo mientras lo ayudaba a levantarse.
—Pero... pero... el expediente...
Odd no conseguía despegar la mirada de la puerta derribada del despacho. Allí dentro los tres gigantes estaban destrozándolo todo, moviéndose con las luces rojas de los yelmos destacando entre la niebla oscura.
En aquel momento el móvil de Richard empezó a sonar. El muchacho cogió la llamada y escuchó en silencio durante unos segundos.
—Cambio de planes —le dijo a Odd después de colgar—. Enséñame por dónde se va al semisótano.



Yumi llegó junto a sus padres con el aliento entrecortado a causa de su alborotada carrera.
—Vienen para acá —susurró—. Se están reuniendo a los pies de las escaleras, y dentro de no mucho los tendremos aquí. ¿De qué armas disponemos?
Walter Stern señaló los escasos objetos que tenían amontonados en el suelo: bates de béisbol, raquetas de tenis y tubitos rojos y azules llenos de mejunjes químicos preparados por Hertz. También había otro arco igual que el de Jim Morales y algunos balones medicinales de tres kilos alineados contra la pared.
Yumi suspiró, agarró el arco y trató de tensarlo. Estaba muy duro.
—Espera —le dijo Jim, acercándose a ella—. Si lo regulamos aquí y ahí, podemos reducir la desmultiplicación para que sea más fácil de utilizar.
La muchacha le dio las gracias y se giró hacia sus padres.
—Juntad a los demás estudiantes al fondo del pasillo. Jim, Walter y yo nos quedaremos aquí y trataremos de defendernos.
—¡Nosotros podemos serte útiles! —protestó su madre.
Yumi negó con la cabeza.
—Vosotros tenéis que tranquilizar a los chicos, que están muy asustados. Walter, por favor, ve a la habitación de Ulrich. Debajo de su cama deberían estar las armas que usa en los entrenamientos: espadas de bambú para el kendo, nunchakus y cosas por el estilo. Jim, tú acompáñame al cuarto de Jeremy. Si no recuerdo mal, en el armario tiene un buen muestrario de cables eléctricos y otros chismes que podrían resultarnos de utilidad.
Yumi estaba sorprendida de sí misma: había asumido el mando con naturalidad, y ahora estaba dándoles órdenes a sus profesores y al resto de los adultos. Pero era justo que fuese así, porque ella conocía a X.A.N.A. y sabía combatir.
Con el arco de aluminio bien agarrado con ambas manos, echó a correr hacia la habitación de su amigo Jeremy.



Richard observó a Odd y enarcó una ceja.
—¿Y tú quieres atravesar la barrera de robots con... eso?
—Con esto... y con mi agilidad innata —dijo Odd con una sonrisa irónica.
El muchacho terminó de llenar el cubo de plástico con el detergente, y luego usó la fregona para revolver bien la mezcla de agua y jabón.
Richard y él habían atravesado sin problemas toda la planta baja del edificio, y luego habían bajado a los subterráneos, pero allí había un pequeño grupo de robots bloqueándoles el paso, de modo que se habían refugiado en la primera habitación con la que se habían topado: el trastero de las escobas.
Odd agarró el cubo, giró la manija de la puerta y asomó la cabeza.
El largo pasillo terminaba en la puerta metálica que conducía a los subterráneos del Kadic. Justo donde estaban alineados tres enormes robots. No estaban haciendo nada en particular. Simplemente, permanecían inmóviles delante de la puerta. Uno de ellos tenía los cables de la cabeza tan largos que serpenteaban por el suelo y... sí, acababa de enchufar uno de ellos a una toma de corriente. ¡Menudos calambrazos que tenía que dar eso!
Richard, situado detrás de él, había agarrado dos grandes escobas, y las estaba blandiendo ante sí como si fuesen dos lanzas. Odd le sonrió y asintió con la cabeza.
Salió del refugio del trastero. Los yelmos metálicos de los robots se giraron al instante en su dirección. El que estaba enchufado a la corriente eléctrica arrancó el cable de la pared, y sus cabellos volvieron a acortarse y moverse desordenadamente sobre la cabeza.
Odd contuvo el aliento, y luego lo lanzó fuera de los pulmones, gritando a voz en cuello «¡¡¡¡¡BANZAAAAAIIII!!!!!».
Traspasó el pasillo corriendo como un poseso mientras huía del mismísimo diablo, con el cubo lleno de agua y jabón en una mano y la fregona en la otra, con Richard siguiéndolo a rebufo.
Los robots echaron a caminar hacia él a paso lento, con las armaduras de caballeros chirriando.
Odd se agachó, flexionando las rodillas, dejó que el cubo patinase sobre el pavimento de baldosas blancas y negras y luego lo volcó, derramando toda el agua por el suelo.
—¡Ahora, Richard! —gritó—. Patinaaaaaaaa...
Soltó el cubo y agarró la fregona con ambas manos, manteniéndola derecha ante sí. En cuanto alcanzó el charco de agua que se estaba extendiendo por las baldosas se dejó caer, deslizándose hacia la puerta con los pies por delante, como un futbolista decidido a robarle el balón al delantero del equipo contrario.
También los robots se encontraban ahora sobre el agua llena de jabón, y Odd oyó cómo sus pies de acero se escurrían y perdían el equilibrio... Apretó los dientes y golpeó con todas sus fuerzas en el tobillo al que le quedaba más cerca.
El robot se estampó contra el suelo con un estruendo de chatarra mientras Odd terminaba de deslizarse hasta la puerta. La abrió de par en par, oyó cómo otro de los robots se caía al suelo y vio a Richard, que llegaba en dirección a él a toda velocidad. Sólo le quedaba un mango de escoba, y estaba partido en dos.
El muchacho se precipitó al otro lado de la puerta, y con el impulso que llevaba recorrió sobre su trasero el pequeño tramo de escaleras que conducía al semisótano. Odd se apresuró a cerrar la puerta y seguirlo.
Richard y él cruzaron a toda prisa el estrecho pasillo del subterráneo entre tuberías que goteaban y calderas tan grandes como armarios. Odd localizó las cajas de los cuadros eléctricos. Tras una portezuela de plástico transparente cubierta de polvo podía verse una serie de palanquitas oscuras.
—Date prisa —le susurró Richard—. Los vamos a tener encima en un pispas.
El muchacho asintió en silencio, abrió una de las portezuelas y empezó a bajar las palancas una tras otra.



La batalla estaba teniendo lugar en el tramo de escaleras que había entre el primer y el segundo piso de la residencia. Y ellos iban perdiendo.
La flecha de Yumi salió volando de su arco con un agudo siseo. Alcanzó a uno de los robots justo en la juntura entre el cuello y la coraza, y allí se quedó ensartada. El robot titubeó, dio un paso más hacia la muchacha, tropezando con un cable eléctrico tensado de un lado a otro de la escalera, y cayó de bruces en el suelo.
—Buen tiro —exclamó Jim, que había renunciado al arco para echar mano de los balones medicinales—. Tienes un talento natural.
—Por desgracia, no es suficiente —le respondió Yumi con una media sonrisa—. Son demasiados.
Y era cierto. Pese a que, tal y como había adivinado la muchacha, con cada golpe que se les asestaba los gigantes tendían a volverse transparentes, el ejército enemigo era demasiado numeroso. Evidentemente, consumían energía para mantenerse en un estado sólido durante la batalla, pero cada vez que un robot estaba a punto de volverse invisible, retrocedía hasta la retaguardia para enchufarse a una toma de corriente, y otro de ellos tomaba su puesto de inmediato.
Lentamente, los robots habían empezado a ganar terreno. Subían por las escaleras evitando los cables tendidos de lado a lado en algunos escalones, así como el resto de las trampas que les habían preparado. Cada vez estaban más cerca de los escritorios que Jim y Walter habían volcado en lo alto de las escaleras a guisa de barricada de última defensa.
Yumi lanzó otra flecha, y después metió la mano en su aljaba. Sus dedos pinzaron el vacío hasta encontrar un delgado astil de aluminio. La muchacha se detuvo para echar un vistazo por encima de su hombro. Ésa era la última. Se le habían acabado las flechas.
—¿Cuánta munición nos queda? —preguntó.
—Por desgracia estamos bajo mínimos —le jadeó Walter a la oreja.
Yumi disparó su última saeta. Luego dejó caer el arco y se volvió en busca de una nueva arma. Tirado en el suelo encontró un par de nunchakus de Ulrich. Se trataba de dos palos de metal lustroso unidos en uno de sus extremos por una corta cadena. Podía servirle.
Agarró uno de los dos palos e hizo girar el otro con un rápido movimiento de la muñeca para darle velocidad. A continuación saltó por encima de los escritorios de protección y se lanzó al ataque escaleras abajo.
La muchacha le asestó un varazo a uno de los robots a la altura del estómago, logrando que se tambalease hacia atrás, y luego flexionó las piernas, agachándose para golpear a otro detrás de las rodillas. Una mano enorme la agarró de la sudadera y la lanzó hacia atrás. Yumi exhaló todo el aire que tenía en los pulmones mientras un latigazo de dolor le destrozaba la espalda.
Trató de volver a ponerse en pie. Oyó a Jim gritar, y después un estallido ensordecedor llenó el aire, haciéndole daño en los oídos.
Era un disparo. Walter había sacado su pistola.
Yumi agarró bien fuerte sus nunchakus para golpear la mano del robot antes de que pudiese volver a aferraría, oyó un nuevo disparo y se aplastó contra la
barandilla para que Walter pudiese apuntar mejor. Sin embargo, un puño la golpeó en un costado, y el nunchaku se le escurrió de entre los dedos y cayó en el hueco de la escalera para terminar chocando contra el suelo de la planta baja con un ruido sordo. Estaba desarmada.
La muchacha se dispuso a combatir con las manos desnudas.
En ese momento se fue la luz.



Los subterráneos estaban sumidos en la más completa oscuridad. Odd y Richard se habían aplicado en su labor, desconectando primero la corriente general para después bloquear los interruptores del generador de emergencia... y de todo aquello con lo que se habían topado allá abajo. Ahora ya no veían a un palmo de sus narices, pero ningún robot había venido a capturarlos, y eso era sin lugar a dudas una buena señal.
—¿Tienes un mechero?—preguntó Odd.
—No, pero tengo mi móvil —tras unos instantes de silencio, Richard suspiró—. Nada, no lo encuentro. Debe de habérseme caído durante la pelea con esos monstruos...
—No te preocupes: nos queda el mío—dijo Odd.
Se oyó un clic, y por fin pudo ver la cara pálida de Richard, iluminada por el resplandor blancuzco de la pantalla del móvil.
—¿Va todo bien? —le preguntó el muchacho.
—No pasa nada, gracias. Me parece que lo hemos conseguido.
—Ya.
Guiándose con la triste luz de su teléfono, desanduvieron sus pasos hasta llegar al pasillo que poco antes había estado infestado de robots. Reinaba el silencio, y aquel lugar parecía completamente desierto.
—Se han ¡do —comentó, incrédulo, Richard.
Odd buscó en el listín de su móvil el número de la profesora Hertz. Habló con ella rápidamente. En el laboratorio de ciencias había tenido lugar una dura batalla. Habían herido al director Delmas en la cabeza, y necesitaba una buena bolsa de hielo, pero nadie se había hecho daño de verdad. Ahora los robots se estaban batiendo en retirada.
Yumi tenía razón: ¡sin electricidad, aquellos cobardes habían tenido que salir huyendo!
Demasiado exhaustos como para dar saltos de alegría, Odd y Richard salieron del edificio.
Era una noche húmeda y fría, con el aire opaco a causa de la bruma. Era la primera vez que veía el colegio de esa forma, sin una sola luz, ni siquiera en las entradas principales.
Recorrieron a paso lento el vial que llevaba hasta la residencia y atravesaron la puerta de la entrada, que los robots habían derribado, dejándola tirada y abarquillada en el suelo como un amasijo de acero y brillantes trocitos de cristal.
«Espero que se encuentren todos bien», pensó Odd.
Richard y él subieron las escaleras y llegaron al primer piso. Por todas partes había señales de la batalla, tomas de corriente arrancadas de las paredes, manchas de sustancias químicas en casi todas las superficies y puertas reventadas, formando un paisaje desolador. En una esquina había una camiseta rosa pisoteada y abandonada al lado de un par de calcetines desparejados. Pero tampoco por allí había ningún robot, y eso era, a fin de cuentas, lo más importante.
Después los dos muchachos comenzaron a oír las voces: murmullos, llantos, susurros apagados.
—¡Ey! —llamó Odd.
Apretó el paso. Richard y él embocaron el tramo de escaleras que llevaba al segundo piso. Tuvieron que sortear una barricada de escritorios, un par de los cuales estaban partidos por la mitad. Luego vieron las luces: mecheros, cerillas, pantallas de móviles y de portátiles...
—¡Yuu-ju! —volvió a gritar—. ¿Estáis todos bien?
Una sombra se movió hacia él a toda velocidad. Era Yumi, desgreñada y con un arañazo bastante serio que estaba cubriéndole lentamente de sangre la mejilla.
—¡Lo has conseguido, Odd! —dijo la muchacha.
Le saltó al cuello y lo abrazó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario