LA BATALLA EN EL KADIC
Jeremy estaba observando con atención el macizo edificio hexagonal, negro como el espacio profundo.
—Es la proyección virtual de un centro de cálculo avanzado que se apoya directamente en los procesadores multi-core del superordenador... —le explicó a Ulrich.
—¡JA, JA, JA, JA, JA, JA!
—¿Se puede saber a qué le encuentras tanta gracia?—le espetó, molesto, el muchacho a su amigo, volviéndose hacia él.
—Nada, nada... —le contestó Ulrich, secándose las lagrimas de los ojos—, ¡es que es de lo más desternillante ver a un elfo que habla como un ingeniero informático!
Jeremy suspiró con resignación. No era culpa suya si en Lyoko adoptaba un aspecto tan ridículo.
El muchacho se acercó un poco más al castillo y rozó su oscura superficie. Observó las chispas que le envolvían las manos, causándole un leve cosquilleo.
—Un cortafuegos —observó—. El muro de la ciudad es un cortafuegos de protección del sistema que llega hasta el castillo, rodeándolo por completo.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Ulrich.
—Hopper trataba de proteger Lyoko de la Primera Ciudad. Mientras el cortafuegos siga activo, el centro de cálculo del castillo no podrá utilizarse —le explicó Jeremy.
—Pero ahora el muro está abierto.
Jeremy le dirigió a su amigo una mirada triste.
—Ya. Y no sé qué es lo que puede pasar.
En aquel mismo instante vieron un relámpago de luz cegadora. El castillo onduló por un momento, como la pantalla de un televisor que pierde la sintonización y se llena de puntitos grises y blancos.
—¡¿Qué ha pasado?! —gritó Ulrich.
—Oh, oh... —murmuró Jeremy.
Volvió a tocar la pared, y la película negra del cortafuegos volvió a desvanecerse, aunque esta vez durante algo más de tiempo. Después le pareció que las murallas del castillo empezaban a vibrar con una nota sorda y tenebrosa.
—¿Tú también lo estás oyendo? —le preguntó a Ulrich.
—Un ruido—dijo el muchacho mientras asentía con la cabeza—. Como el de la maquinaria de una fábrica.
—Nada de maquinaria. El castillo es una estructura virtual, ¿te acuerdas? No, el problema es el cortafuegos. Alguien lo está craqueando... ¡Nuestro amiguito X.A.N.A. está destruyendo la protección que Hopper había creado! —prorrumpió Jeremy, impaciente, al ver que Ulrich no lo entendía—. ¡Está a punto de volver a poner en funcionamiento este cacharro! ¡Y nosotros no podemos hacer nada para detenerlo!
El cielo se tiñó de un matiz oscuro y amenazador. Un rayo azul golpeó el castillo justo en su torre más alta, sacudiéndolo hasta los cimientos, y una cascada de chispas serpenteantes se desprendió del edificio, bajando hasta el suelo de la Primera Ciudad para luego desperdigarse en todas direcciones.
Los dos muchachos cayeron al suelo, pero Ulrich consiguió ponerse de rodillas y agarró a Jeremy de un brazo.
—¡Venga! —gritó—. ¡Tenemos que pirarnos de aquí!
Otro rayo se abatió sobre el castillo, y esta vez el efecto de interferencia duró más tiempo. El edificio entero estaba cubierto de chispas y cambiaba de color continuamente, pasando del negro al rojo, y luego a un blanco deslumbrador.
Jeremy reculó a gatas, sin perder de vista lo que estaba sucediendo ante ellos. Ulrich le señaló un murete bajo, y ambos muchachos se parapetaron tras él. A su alrededor restallaban minúsculos relámpagos parecidos a pequeñas culebras que se les colaban debajo de la ropa, provocándoles un picor insoportable.
Jeremy asomó la cabeza por encima de su parapeto para echar un vistazo. El castillo que tenía ante sus ojos había cambiado. La superficie negra que lo recubría se había desvanecido, y ahora el castillo tenía el mismo color azul claro que el resto de las construcciones de la Ciudad. Las hileras de ladrillos negros también habían desaparecido.
Un último rayo se precipitó contra el edificio, y después la densa nube de tormenta se dispersó tan de golpe y porrazo como había llegado, devolviéndole al cielo su habitual color indefinible.
—¡Mira tú por dónde! —exclamó Ulrich—. Ahora resulta menos inquietante, ¿verdad?
—Puede que lo sea en apariencia, pero ahora el castillo vuelve a estar operativo. A saber qué es lo que puede pasar de aquí en adelante...
La respuesta les llegó un par de minutos más tarde. Una parte del muro que tenían justo delante de ellos se
separó del resto, inclinándose más y más hacia la calle. Estaba anclada con grandes cadenas oscuras, y recordaba el puente levadizo de un castillo de verdad.
Los dos muchachos empezaron a oír un ruido lento y cadencioso. Parecían...
—... pasos —dijo Ulrich.
—De soldados marchando —asintió Jeremy con expresión grave.
Los robots medían más de dos metros de altura, y eran increíblemente robustos. Llevaban armaduras de bronce como de caballeros medievales, verdaderos rompecabezas de planchas relucientes y junturas, y en la cabeza tenían una máscara de hierro oscuro con una hilera de lucecitas amarillas en lugar de ojos. De la punta de sus yelmos sobresalían largos cables que terminaban en enchufes eléctricos comunes y corrientes y se retorcían en el aire como tentáculos.
—Son mogollón.
—Yo ya he contado por lo menos cuarenta, y siguen saliendo.
Los robots caminaban con las piernas rígidas, haciendo el paso de la oca con aire marcial. Salieron en filas compactas por el puente levadizo y se encaminaron con decisión por una calle que se perdía entre las casas.
De repente, a Ulrich se le iluminó la cara.
—Mira —exclamó, excitado—, están yendo hacia el muro, pero se desplazan por tierra, sin coger las carreteras sobrealzadas. Van a tardar un montón... ¡podemos adelantarnos y cerrarles la puerta en las narices!
—¡Pero nos van a ver! —protestó Jeremy.
—Ni se fijarán en nosotros. ¿No lo ves? —dijo su amigo mientras se dibujaba en su rostro una media sonrisa sardónica—. Parecen estúpidos.
Los dos muchachos salieron de detrás del múrete y corrieron a la carretera dorada que se elevaba hacia el cielo, rodeando el castillo.
Pasaron rápidamente a través de Hopper, que siguió inmóvil. La imagen del profesor estaba congelada en una posición divertida, con el índice estirado, señalando algo que había por debajo de él. Parecía un juguete con las pilas gastadas.
—¿Estás seguro de lo que haces, Ulrich? —preguntó Jeremy con aprensión—. Nos estamos moviendo en sentido opuesto a ellos.
—¡Tú fíate!
Ulrich saltó, describiendo un arco tremendamente alto y largo. Aterrizó con gracia en la segunda carretera sobrealzada, la de color rojo rubí, y miró hacia abajo, en dirección a Jeremy.
—¡Haz lo mismo que yo! —le gritó a su amigo.
—Pero yo no soy capaz...
—Es fácil. Es como tener cohetes bajo la suela de las zapatillas. ¡Sólo tienes que intentarlo!
Jeremy obedeció. Dobló las rodillas lo más que pudo, y luego se lanzó. No pudo evitar gritar mientras su cuerpo se proyectaba hacia el cielo con un impulso desmesurado. Trazó mal su trayectoria y pasó muy por encima de la carretera roja en la que lo esperaba Ulrich. Pero su amigo debía de haber previsto algo por el estilo, porque él también saltó, lo agarró de una mano en pleno vuelo y tiró de él hacia abajo hasta que ambos aterrizaron sanos y salvos.
Ulrich se echó a reír.
—Ya te había dicho que estaba chupado, campeón. Lo único que hay que hacer es practicar un poco.
Los dos echaron a correr por la cinta translúcida de la carretera, que atravesaba la Primera Ciudad. Jeremy oía cómo el paso marcial de los robots retumbaba entre los edificios con un ritmo obsesivo. Al muchacho le estaban entrando ganas de vomitar: ¡él era quien había abierto el acceso! ¡Si aquellos monstruos llegaban a destruir el mundo real, sería totalmente culpa suya!
—Ahí está el puente que lleva hasta Lyoko —le indicó Ulrich sin bajar de velocidad—. Pero...
De repente, ambos muchachos se quedaron de piedra.
El muro que rodeaba la Ciudad había desaparecido, se había desintegrado. Podía verse el puente suspendido y luego, mucho más allá, el cilindro que permitía acceder al núcleo de Lyoko. Por lo demás, parecía como si la ciudad flotase en el vacío. Era una isla de casas, parques y farolas levitando en el aire.
—Estamos perdidos —dijo Jeremy mientras se dejaba caer en la carretera, desmoralizado.
El ejército del castillo estaba atravesando las calles y avenidas en dirección al puente, y los primeros robots comenzaron a recorrerlo a grandes zancadas.
—¡Se están yendo! —gritó Ulrich al tiempo que empezaba a soltarle puñetazos al aire, furibundo.
Jeremy lo miró con severidad.
—¿Y qué es lo que querrías hacer? ¿Enfrentarte a todo un ejército tú sólito? Por desgracia, no podemos hacer nada para detenerlos.
Ulrich se sentó a su lado. Los dos muchachos se quedaron contemplando el ejército que desfilaba por la Primera Ciudad y luego desaparecía, marchando en dirección a Lyoko.
El reloj de pulsera de Odd emitió un bip, y la pantalla se iluminó por un instante. Las 23:59 acababan de convertirse en las 00:00. Estaba empezando un nuevo
día. Pero aquel domingo no tenía nada que ver con los demás.
El muchacho se colocó mejor el colador de metal sobre la cabeza, sacó de un bolsillo un bollito un pelín aplastado, le quitó el envoltorio y se puso a darle pequeños mordiscos. Comer lo mantenía despierto.
—Deja ya de hacer ruido, Odd —le siseó Yumi—. ¡Primero el reloj, y ahora ese crunch, crunch!
—Y quítate ese colador —le hizo eco Sissi Delmas, la hija del director—. Estás ridículo.
Richard observó a aquella muchacha, mucho más pequeña que él, y se apresuró a quitarse la cacerola de cobre que llevaba en la cabeza a guisa de casco. Odd soltó una risilla.
Los cuatro muchachos se encontraban en el parque del Kadic Hacía un montón de tiempo que vigilaban los silenciosos árboles y la hierba fangosa, y antes de las tres de la madrugada no iba a venir nadie a darles el relevo.
Aquella tarde, después de haber hablado con Dido, que seguía con sus hombres de negro al otro lado del océano, el director Delmas y la profesora Hertz habían declarado la ley marcial. El colegio se había atrincherado y había puesto a punto sus defensas. Se habían formado grupos de patrulla: un adulto por cada tres chicos, todos listos para dar la voz de alarma. A Richard, que aunque pareciese un cachorrillo asustado no dejaba de tener veintitrés años, lo habían considerado un adulto.
Después de ayudar durante horas a preparar las defensas, Odd tenía dolor de cabeza y se sentía exhausto. Y Yumi también estaba agotada.
Sissi, la hija del director, llevaba un abrigo de pieles sintéticas de color violeta que ya se le había puesto totalmente perdido de barro. La muchacha era insoportable y bastante esnob, pero había tenido que adaptarse. Estaban en guerra, y había que combatir.
—En caso de ataque, ¿creéis que... podrían llegar a pasar por aquí? —preguntó Richard con un susurro.
—Es muy probable —respondió Yumi al tiempo que señalaba los árboles—. La tapia que rodea el colegio es resistente, pero por este lado está La Ermita. Y la barrera que separa el chalé del parque la han construido ellos, así que pueden quitarla en cualquier momento.
Odd acabó de tragarse su bollo e hizo una bola con el envoltorio de colores, metiéndoselo después en el bolsillo.
—Pero siempre nos queda la trampa —murmuró a continuación con confianza.
Todavía le dolían las manos de tanto cavar para hacerla, y luego habían tenido que cubrir el hoyo con ramas secas y hojas para que no se viese.
—¿Y a ti te parece que un foso puede detener a unos soldados armados hasta los dientes? —lo increpó Yumi.
—A lo mejor puede proporcionarnos el tiempo necesario para dar la alarma —le echó un cable Richard.
De nuevo se hizo el silencio, interrumpido únicamente por Sissi, que de cuando en cuando se sorbía la nariz. Hacía un frío verdaderamente glacial, y sus nubéculas de aliento parecían congelarse en cuanto les salían de las bocas. Y, además, estaba oscuro como la boca del lobo. No se veía casi nada. Odd le echó otro vistazo a su reloj de pulsera. Las doce y cuarto. No habían pasado más que unos pocos minutos.
Pumbf.
Yumi les hizo un gesto para que permaneciesen en silencio, se acercó a Odd de manera que pudiese verle bien la boca y mimó con los labios «No es un ruido, es una vibración».
Pumbf, pumbf, pumbf.
Sin decir palabra, el muchacho se echó al suelo y apretó la oreja contra la hierba empapada. Su amiga tenía razón: la tierra estaba vibrando al ritmo de unos pasos cadenciosos, como los de un ejército en plena marcha.
Odd se puso en pie de un salto, se caló bien en la cabeza el yelmo-colador y recogió del suelo su arma, un largo mango de escoba de madera.
—¡Richard! —siseó—, ¡coge el móvil y da la alarma!
Sissi también se levantó de un brinco.
—¿La alarma? —gritó la muchacha con voz chillona—. ¿La alarma, por qué?
—¡Cá-lla-te! —le ordenó Yumi, agarrándola de un brazo y llevándosela a rastras.
Empezaron a retroceder hacia la tranquilizadora silueta del Kadic mientras Richard pulsaba las teclas de su teléfono para ponerse en contacto con Hertz.
—No tenemos tiempo —exclamó Odd, pegándole un tirón del abrigo—. Tenemos que salir pitando.
—¿P-por qué?
—Porque a lo mejor no nos viene bien quedarnos aquí a hacerles compañía a ésos.
El muchacho señaló los matorrales que tenían delante, y Richard los miró. Después empezaron a correr con el corazón en la garganta hasta quedarse sin aliento.
Los primeros robots —unos veinte, por lo menos— salieron de entre los arbustos, caminando de forma compacta en filas de a tres.
—No parecen ir... armados... —jadeó Richard mientras corrían.
—Ya —observó Odd—, pero parecen tan peligrosos como si lo fueran.
El muchacho dejó que los demás siguiesen corriendo y bajó el ritmo de su carrera para observar mejor a los monstruos que se estaban acercando. Habían salido del sotobosque del parque y se encaminaban hacia el sendero principal que llevaba hasta los edificios del Kadic.
«A ver lo duros que son», pensó Odd mientras echaba hacia atrás el brazo en el que llevaba el palo. Cogió un poco de carrerilla en dirección a los robots y lanzó su arma con todas sus fuerzas, como si se tratase de una jabalina.
El mango de escoba voló a través de la oscuridad y alcanzó con un ruido sordo la cara metálica del primer autómata gigante. La criatura no se hizo ni una abolladura ni disminuyó su velocidad, pero los pilotitos luminosos que había en su yelmo pasaron del amarillo al rojo.
—Enhorabuena —gritó Yumi—. Ahora has conseguido que se mosquee.
—Era sólo una prueba... —se justificó Odd.
Por fin las suelas de sus zapatillas se toparon con la gravilla del sendero, y el muchacho aceleró su carrera, poniéndose a la altura de Yumi.
—Será mejor que nos separemos —sugirió—. Id Sissi y tú hacia la residencia y dad la alarma. Richard y yo trataremos de juntarnos con nuestros padres y el director en el edificio de administración.
—Recibido. Venga, Sissi, vamos.
Yumi agarró el abrigo de pieles de Sissi por una manga y se la llevó hacia un lado, mientras que los chicos siguieron corriendo en línea recta hacia las puertas iluminadas del edificio principal del Kadic. Odd oyó cómo el ruido de pasos que venía de atrás cambiaba de ritmo y, sin aflojar la velocidad, echó un vistazo por encima de su hombro.
Las hileras de caballeros se estaban dividiendo en perfecto orden: la primera los seguía a Richard y a él, la segunda avanzaba hacia Yumi y Sissi, la tercera continuaba en su dirección, la cuarta giraba para perseguir a las muchachas, etcétera.
—¿Has visto eso? —siseó.
—La cosa se está poniendo pero que muy fea —asintió Richard con una expresión asustada en el rostro.
Jim Morales estaba de guardia delante de la residencia. El profesor estaba vestido con la máscara y las protecciones que usan los catchers, los receptores de los equipos de béisbol, y sostenía en la mano diestra un modernísimo arco de aluminio con una serie de poleas en los extremos.
Disfrazado de aquella manera, parecía un alienígena recién salido de una tienda de artículos deportivos, y pese al frenesí del momento, Yumi no pudo contener una risilla.
Sissi adelantó a la muchacha con una serie de zancadas provocadas por el terror.
—¡Alarma, alarma! ¡Que vienen los monstruos! —comenzó a gritar en cuanto vislumbró a Jim a la luz de los fluorescentes de la residencia.
Confundido tal vez por el abrigo de pieles cubierto de barro y la expresión desencajada de la muchacha, el profesor, presa de la emoción, tomó a Sissi por un oso salvaje. Sujetó el arco con fuerza y enganchó el culatín de la flecha en la cuerda mientras la tensaba. A continuación apuntó el arma en dirección a la chiquilla.
Yumi se arrojó al suelo, rodando tal y como había aprendido a hacer en sus clases de yudo, y arrastró a Sissi consigo. Pero se había preocupado innecesariamente. La flecha se desprendió del arco con un sonoro pling y, un instante después, cayó a los pies del profesor con un triste plop.
Jim miró a su alrededor, tratando de entender qué era lo que no había funcionado en su demostración atlética.
Yumi, mientras tanto, se írguió y empujó con todas sus fuerzas a Sissi hacia la entrada de la residencia.
—¡Rápido, Jim, que están llegando! ¡Tenemos que meternos y cerrarlo todo!
Los robots ya habían empezado a asomar por entre los árboles los cables de sus cabezas, que ondeaban como anémonas de mar. Yumi vio cómo los ojos de su profesor se abrían de par en par tras la máscara de béisbol. Llegó hasta él de un último salto y lo empujó adentro, cerrando después con llave el portón de entrada. Luego miró a su alrededor, vio la alarma antiincendio cerca de los interruptores de la luz y se precipitó hacia ella. Partió de un codazo el cristal que protegía el botón rojo y lo pulsó con fuerza. La residencia se vio sacudida por los timbrazos rítmicos de la alarma.
—Los otros estudiantes... —dijo Yumi mientras cogía a Jim por un brazo—, ¿están todos aquí?
—Sí, en el piso de arriba, con Walter Stern y tus padres.
—Perfecto. Preparemos nuestras defensas.
La entrada principal del Kadic estaba vigilada por la profesora Hertz y el padre de Odd, que dibujaba círculos en la oscuridad con el débil haz de luz de una linterna.
La profesora había renunciado por una vez a su habitual bata de laboratorio, y estaba vestida con un viejo par de pantalones y una chaqueta militar de camuflaje. Tenía un aspecto tan distinto que Odd tardó unos momentos en reconocerla.
Cuando Richard y él llegaron a todo correr, la linterna de Robert Della Robbia apuntó en su dirección.
—¡Hijo mío! —gritó el hombre.
Odd no se preocupó de responderle. Llevaba a los robots pisándole los talones.
Robert y la profesora Hertz se movieron con precisión y sangre fría.
El hombre subió a la carrera los tres escalones que conducían al edificio principal, abriendo la puerta de par en par con una patada para que los muchachos pudiesen refugiarse dentro. Hertz, mientras tanto, recogió del suelo un gran bolsón oscuro y sacó de él una serie de pequeños cilindros de plástico rojo y azul.
—¡Tened cuidado! —gritó mientras arrojaba uno de los objetos azules contra sus perseguidores.
Odd se agachó para evitar el proyectil, que pasó sobre su cabeza y golpeó en el yelmo a uno de los robots más cercanos. El cilindro explotó con un leve ruido, y el aire empezó a llenarse de un humo irrespirable.
—¡Son bombas de humo! —tosió Richard.
—Sí —gritó Hertz—. Y las rojas están llenas de ácido, así que andaos con ojo cuando las lancéis.
Los dos muchachos llegaron hasta la profesora y empezaron a ayudarla con el bombardeo: un cilindro rojo por cada dos azules.
El ejército de robots no tardó mucho en volverse invisible, envuelto en una densa niebla.
En cierto momento, Hertz ordenó la retirada adentro del edificio.
Odd fue el último en entrar, y le dio dos vueltas a la llave, que ya estaba metida en el ojo de la cerradura.
—¿Cómo se lo ha montado para preparar esas bombas? —preguntó mientras aplastaba la nariz contra la puerta de cristal.
—Bueno, las de humo han sido fáciles: basta mezclar un poco de azúcar, miel y nitrato de potasio. En cuanto al ácido, sin embargo...
—Mirad —los interrumpió Richard.
Los robots estaban saliendo a trancos de la niebla. La fila compacta se había dispersado, y ahora avanzaban en desorden. Algunos tenían la coraza manchada de ácido, pero no parecían haber sufrido daños graves.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Robert mientras aferraba a su hijo de un hombro.
Odd asintió con la cabeza.
—Podemos pasar por las oficinas y salir luego por la puerta lateral y llegar al edificio de los laboratorios.. No he visto ningún robot por ese lado.
—¿Y la residencia? —preguntó con aprensión la profesora.
—Ya ha ¡do Yumi, pero... la estaban siguiendo.
El muchacho se entretuvo un momento observando a los robots que se agolpaban ante la entrada.
Las criaturas permanecieron inmóviles durante unos instantes, y después una de ellas alargó un brazo, atravesando el cristal como si de papel de seda se tratase.
Las luces de los yelmos del resto de los robots se tiñeron de rojo, y empezaron todos juntos a aporrear salvajemente la puerta, haciéndola añicos.
No tenían boca, por lo que actuaban en un inmaculado silencio. Tan sólo se oía el ruido sordo e implacable de sus puños contra el metal y el vidrio.
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